lunes, 15 de diciembre de 2008

TERESA VIEJO - Baraka

Baraka

Jamás pensaba en ella porque siempre le fue esquiva. ¿Para qué?, ¿para desilusionarse por enésima vez? Y pasó de largo. Mientras les daba la espalda, los demás se subían los cuellos de sus abrigos armándose de paciencia. Por delante tenían una hora de espera en plena calle. Cuando llegó al trabajo, la fila daba tres vueltas a la manzana. Iba, venía y, para dejar hueco a los transeúntes, iba y volvía a venir. Estúpida forma de perder el tiempo. Se metió en el edificio y el ejército de crédulos siguió pasando frío.

En su mesa había más carpetas de lo habitual, los puentes las suman y luego cuesta aligerarlas antes de las fiestas. No era el mejor día para alargar su jornada porque los miércoles quedaba con los compañeros de mus para preparar la liguilla navideña, y si se retrasaba, estaría fuera. Los musolaris no se andan con contemplaciones. Además, él era un manta.

“Dice el jefe que pases por su despacho, que no te entretengas”. Y él: “Pues no estoy para contemplaciones” . Y la secretaria: “Pues tú mismo, pero luego verás”. Salió de la reunión matinal con el encargo de preparar el inventario de los productos en stock. “Como no se vende nada, chaval, el ‘stock’ debe ser toda la empresa, ¿no?”. “Pues sí –respondió a su compañero–. Hoy me han jodido bien”.

Menos mal que el tipo quería sólo un listado mondo y lirondo, que si tuviera que hacerlo en Power Point, no terminaría hasta Nochebuena. >“¿Por qué no coges el teléfono?”, su mujer desde otro lado lejano y malhumorado de la línea. Y él: “Porque lo tengo silenciado”. “O sea, que no quieres hablar conmigo”. “Que sí, cari, pero me ha caído encima una de mil demonios. ¿Qué pasa?”
Ella cambió de tercio y entró a matar sin dilaciones: “Tienes que recoger a las niñas, a mí no me da tiempo. Recibo género en la tienda y lo debo etiquetar pronto”. “Pero… si te he dicho que hoy tenía una comida importante y me iba a retrasar”. “La anulas. No creo que sea con Zapatero, ¿no? Pues ya está. Le dices a quien sea que es culpa de la conciliación familiar y todas esas gaitas. Quedan espaguetis en el congelador, por si no llego a la cena. Ciao, amore”.

Entonces recordó que el distribuidor de la boutique de su mujer era italiano y que debían de hacer buenos negocios juntos para que ella progresara en el idioma. Pero le asaltó otro recuerdo enseguida: había dejado el coche en el garaje y tendría que recogerlo antes que a sus hijas; entonces se le olvidó el asunto del Romeo. “Yo te echaría un cable para que terminaras antes, pero tengo hora en el fisio y las contracturas no perdonan a nadie”, se justificó su compañero con la zamarra puesta.

Por las prisas las migas del bocadillo se mezclaron con los informes y tuvo que imprimir dos veces los documentos. “Oye, que dice el jefe que no pasa nada si le entregas el inventario mañana. Que se marcha ahora porque tiene terapia antiestrés, y ya sabes, si llega tarde se estresa”, gritó desde la puerta la secretaria. Y él, a por el teléfono: “¡Muchachos, salgo ahora mismo! ¿No habréis empezado la partida sin mí?”. “No; bueno, es que verás, ha venido un amigo de… ¡Envido!”, le respondieron.

Por lo menos la cara de las niñas será un poema feliz, pensó. A la pequeña le nace una sonrisa como una curva de inflación positiva si su padre se mezcla entre tanta madre a la puerta del colegio. El placer de imaginarlas felices le compensó por cien partidas de mus ganadas. Concluyó su trabajo y se sumergió en una tarde helada de Madrid. “¿Papá, dónde estás?” “Tranquila, cojo el coche y estoy allí en un rato. Quedaros dentro de clase que hace un frío que pela, hija”. “¡No, papi, no! Es que no hace falta que vengas porque nos vamos a ir con la madre de Ainoa, que tenemos que hacer un trabajo de equipo. Adiós, te queremos”. “Hija, no…”.

¿Era agua o nieve aquello que caía? O las dos cosas, porque, como los sentimientos, la climatología no puede catalogarse en fenómenos estancos.

Desaceleró el paso por una Gran Vía abarrotada de gente y la fila enredada de la mañana volvió a saludarle, ahora de frente. Otras caras, otras gentes, otras ilusiones, los mismos números y él: “¿Para qué? Si lo que tengo es un cenizo del carajo”. Miró el letrero de todos los años, Doña Manolita, y se replicó: “Claro que, ¿por qué no a mí?”. Y pidió la vez.

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