lunes, 4 de mayo de 2009

Un adverbio se le ocurre a cualquiera

Un adverbio se le ocurre a cualquiera


Hemingway cobraba los artículos por palabras. A tanto el término, lo mismo daba que fueran adjetivos que sustantivos, preposiciones
que adverbios, conjunciones que artículos. No recuerdo de dónde saqué esa información, hace mil años (cuando ni siquiera sabía quién era Hemingway), pero me impresionó vivamente. En mi barrio había una tienda de ultramarinos, una mercería, una droguería, una panadería, una lechería… Pero no había ninguna tienda de palabras. ¿Por qué, tratándose de un negocio tan lucrativo, como demostraba el tal Hemingway? Para vender leche o pan, pensaba yo, era preciso depender de otros proveedores a los que lógicamente había que pagar, mientras que las palabras estaban al alcance de todos, en la calle o en el diccionario.

Imaginé entonces que ponía una tienda de palabras a la que la gente del barrio se acercaba después de comprar el pan. Sólo que yo las vendía a precios diferentes. Las más caras eran los sustantivos, porque sustantivo, suponía yo, venía de sustancia. Si la sustancia de una frase dependía de esta parte de la oración, lo lógico era que valiera más. Después del sustantivo venía el verbo y, tras el verbo, el adjetivo. A partir de ahí, los precios estaban tirados. Cuando un cliente, en mis fantasías, compraba tres sustantivos, le reglaba cuatro o cinco conjunciones, para fidelizarlo. Mi padre, que era agente comercial, utilizaba mucho el verbo fidelizar. ¿De dónde, si no, iba a sacar yo esa rareza gramatical? En mi tienda imaginaria había también un apartado de palabras inexistentes, para gente caprichosa o loca. Aún recuerdo algunas: copribato, rebogila, orgáfono, piscoteba, aguhueco, escopeja…

El negocio imaginario iba bien. Todo el mundo necesitaba mis palabras. Al poco de inaugurar la tienda tuve que contratar dos empleados porque no daba abasto. Luego compré el piso de arriba para ampliar el negocio, pues llegó un momento en el que la gente me pedía también frases. Puse en el sótano un taller con cuatro gramáticos que se pasaban el día construyendo oraciones. Las había de muchos precios, claro. Las frases hechas eran las más baratas. Recuerdo, entre las que tuvieron más éxito, en boca cerrada no entran moscas y no rascar bola, pero a mí me gustaban mucho también leerle a alguien la cartilla, ser un hueso duro de roer, chupar cámara, pelillos a la mar, o mi sastre es rico. El precio de las frases aumentaba a medida que resultaban menos comunes, o más raras. Por alguna razón que no llegué a entender, había mucha demanda de frases absurdas. Me duelen los zapatos, por ejemplo, los espejos fabrican harina orgánica, o las cremalleras son menos sentimentales que los botones. Con el tiempo tuve que crear un departamento dedicado de manera exclusiva a la construcción de frases absurdas.

La idea de la tienda de palabras y frases me resultó muy liberadora, pues siempre pensé que ganarse la vida era condenadamente difícil. El mayor miedo de mi infancia era el de acabar en una esquina, vendiendo pañuelos de papel. Un día que mi madre, tras suspirar con expresión de lástima, se preguntó en voz alta qué iba a ser de mí, le dije que no se preocupara, pues había decidido que iba a poner una tienda de palabras. Tras meditar unos instantes, me dijo que eso era un disparate y que debía poner mis energías en cuestiones prácticas. Ahí acabó mi sueño de vender palabras. Luego, de mayor, comprobé que los anuncios por palabras constituían un capítulo muy importante en la cuenta de resultados de los periódicos. Pero no le dije nada a mamá, para que no se sintiera culpable.

De todos modos, acabé viviendo de las palabras. No tengo una tienda abierta al público, tal como soñaba entonces, pero me levanto por las mañanas, las ordeno en un papel, las envío al periódico o a la editorial y me pagan por ellas. A tanto la pieza. Una pieza es un artículo. El término pieza se utiliza también entre los cazadores para denominar a los animales abatidos. La semejanza es correcta, pues escribir un texto se parece mucho a cazarlo. De hecho, con frecuencia se nos escapa. La otra noche, en la cama, con los ojos cerrados, pasó volando por mi bóveda craneal un artículo estupendo. Me levanté, cogí un cuaderno que tengo en la mesilla, apunté con el bolígrafo, pero la pieza había desaparecido. Desde la utilización masiva de los ordenadores, contamos los artículos por palabras. Éste que están ustedes leyendo tendrá unas 4.700. Puedo calcular a cuánto me sale la palabra y decir que cobro en plan Hemingway. Pero me sigue pareciendo mal que me paguen lo mismo por un sustantivo que por un adverbio. Un adverbio se le ocurre a cualquiera.

viernes, 1 de mayo de 2009

LA DOCTRINA DE LA EXTRATERRITORIALIDAD Y LA LEY ANTITERRORISMO.

El centenario de la Doctrina Drago‹ - › | 29 de Diciembre de 2002 ≈ 14:50 | tamaño de texto -+ | versión para imprimir

Hoy se cumple el centenario de la formulación de la célebre doctrina del doctor Luis María Drago [Buenos Aires, 6 de mayo de 1859 - 9 de junio de 1921], el ministro de Relaciones Exteriores del gobierno del presidente Julio A. Roca.

Drago fue un latinoamericano notable y su herencia constituye parte de la más honrosa tradición jurídica regional y enaltece a la Argentina en la defensa de los países ante la prepotencia de los poderosos. Justamente por ello llama la atención que se omita su recuerdo en las universidades y pase desapercibido su legado para las nuevas generaciones. En estos tiempos de crisis socioeconómica, pero también moral e intelectual, sus pasos por la función pública nos hablan de una sabiduría entremezclada con gran empeño y coraje.


Corría el año 1902 cuando se produjo en nuestro subcontinente un hecho que daría sustento a su famosa posición doctrinaria: una intervención armada contra Venezuela por parte de Alemania, Inglaterra e Italia, destinada a forzarla a pagar las deudas contractuales que había asumido con súbditos de aquellas tres potencias. Los Estados Unidos señalaron, a través de un mensaje del presidente Theodore Roosevelt (olvidándose de la doctrina Monroe, “América para los americanos”), que no obstaculizarían la acción coercitiva de que era objeto Venezuela y que sólo se oponían de antemano a una de las posibles consecuencias de aquella acción: la adquisición territorial.

Nuestro ministro de Relaciones Exteriores dirigió entonces, el 29 de diciembre de 1902, hace exactamente cien años, una nota al gobierno de los Estados Unidos, cuya parte sustancial luego se conocería como “La Doctrina Drago”. Expresó allí su repudio respecto del empleo de la fuerza armada para constreñir a un Estado extranjero a cumplir sus compromisos y liquidar así los atrasos pendientes del pago de su deuda pública, afirmando que su práctica es contraria a los principios de derecho internacional.


Las consideraciones que formula a partir de esas reflexiones van conformando su teoría. El canciller comienza por sentar ciertas premisas, que formula con claridad. Primero, “que el capitalista que suministra su dinero a un Estado extranjero tiene siempre en cuenta cuáles son los recursos del país en que va a actuar y la mayor o menor probabilidad de que los compromisos contraídos se cumplan sin tropiezo”. Segundo: “Todos los gobiernos gozan por ello de diferente crédito, según su grado de civilización y cultura y su conducta en los negocios, y estas circunstancias se miden y se pesan antes de contraer ningún empréstito, haciendo más o menos onerosas sus condiciones, con arreglo a los datos precisos que en ese sentido tienen perfectamente registrados los banqueros”. Y, tercero: “…el acreedor sabe que contrata con una entidad soberana y es condición inherente de toda soberanía que no pueda iniciarse ni cumplirse procedimientos ejecutivos contra ella, ya que ese modo de cobro comprometería su existencia misma, haciendo desaparecer la independencia y la acción del respectivo gobierno”.

La intención de Drago, más que enunciar una teoría doctrinaria, fue la de realizar un acto político. Acto encaminado concretamente a impedir que los estados europeos, tomando como pretexto el cobro de deudas, ocuparan un territorio americano, tal y como, por igual motivo, había ocurrido en Turquía y Egipto. Eran tiempos en los que las potencias coloniales sostenían la posibilidad de usar la fuerza e intervenir, como en Nicaragua, para ejecutar sus créditos y proteger a sus nacionales contra regímenes inestables y corruptos, usando y abusando de la doctrina de la extraterritorialidad. Su objeto, por lo tanto, no era otro que prevenir cualquier política de expansión territorial, disimulada bajo el pretexto de una intervención financiera. Drago constituyó un hito en la trayectoria internacional de nuestro país, basada en la no intervención y la autodeterminación de los pueblos. Esta trayectoria mantendría por un siglo una política interamericana independiente prestigiada, entre otros, por cancilleres como Luis María Drago, Estanislao Zeballos, Honorio Pueyrredón, Carlos Saavedra Lamas, Enrique Ruiz Guiñazú, Miguel Angel Cárcano y Tito Bramuglia.



Pero esta doctrina, inicialmente regional, se convirtió, en pocos años y con ligeras modificaciones, en universal. La Doctrina Drago presenta hoy una excepcional significación frente a los problemas del endeudamiento externo. Se dirá que en 1902 lo que la provocaba era un cobro compulsivo a través de la violencia militar, una recaudación armada de los servicios financieros impagos, y que ahora no hay tal. Sin embargo, lo que ataca esta doctrina es la “presión” ejercida contra un Estado soberano por causa de la falta de pago de la deuda. La acción militar, el bloqueo, el bombardeo de puertos, la ocupación territorial sólo son especies del género que es la presión, la interferencia, la injerencia.

Tiene, pues, clara pertinencia recordar hoy, a propósito de la deuda externa como condicionante de los infortunios contemporáneos, la vocación iberoamericana de Drago. Porque una de las grandes claudicaciones que los pueblos han sufrido de sus gobernantes ha sido la de no atreverse a unir fuerzas y enfrentar juntamente la presión de los acreedores externos. Unirse en un cartel o un club de deudores, a imagen y semejanza de lo que hacen los acreedores con el apoyo adicional del FMI y de los grandes estados prestamistas, hubiera sido emparejar
fuerzas.

Pero aún más. En estos días hay quienes han llegado a plantear la conveniencia de que sea un equipo de experimentados banqueros y economistas extranjeros los que dirijan la economía del país. Estos resonantes argumentos, expuestos hace pocos meses por los economistas del Massachussetts Institute of Technology (MIT) Rudiger Dornbusch y Ricardo Caballero, encuentran franca coincidencia con los esgrimidos por las potencias europeas hace exactamente un siglo atrás. Es decir, decretan la minusvalía de una elemental forma de ejercer la soberanía nacional consistente, ni más ni menos, que en el autogobierno.




Desde las usinas del pensamiento hegemónico se brinda así soporte ideológico a una renovada forma de colonialismo. Subrayando la ineficacia real de las sucesivas administraciones políticas y económicas que han gobernado al país, e incluyendo caprichosamente a la Argentina
en una no menos arbitraria lista de “Estados fallidos o fracasados”, se nos invita a consentir, cuando no a pedir a gritos, la tutela exterior de nuestros intereses y destino nacional.

Presentamos entonces este homenaje a quien con gran temperamento e imaginación política, aún formando parte de un gobierno oligárquico pero con otra profundidad de cultura jurídica y otro nivel de grandeza, cuestionó con éxito y desde el derecho unas prácticas ilegítimas de dominación y sometimiento. La compleja realidad de nuestros días requeriría de hombres de igual talla y de similar porte intelectual. Por eso vale el recuerdo de Luis María Drago en este centenario de su célebre doctrina.

Agenda de reflexión de Alejandro Pandra

Quiénes somos
Nadie es la patria, pero todos lo somos;
arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
ese límpido fuego misterioso


Jorge Luis Borges


Un sabor eterno se nos ha prometido,
y el alma lo recuerda



Leopoldo Marechal


La Agenda de Reflexión es una publicación digital periódica gratuita que llega exclusivamente por correo electrónico a miles de suscriptores, destinada a reafirmar la identidad histórica, política y cultural de los argentinos, en el marco de la construcción de la patria grande y desde una amplia visión revolucionaria, popular, humanista y cristiana.

Participamos de la lógica de Miguel de Cervantes, en el sentido de que el relato de lo acontecido es advertencia de lo por venir;
por lo que aspiramos a que la contemplación de nuestros orígenes, de nuestra formación cultural y de las lecciones de la historia –junto al sano hábito de referir el pasado al presente y viceversa- nos pondrá nuevamente de pie y de cara a nuestro destino, mejor parados y armados para realizarlo.

No nos anima aquí otra intención como no sea instigar a cada uno a descubrir las vistas aún fragmentarias del paisaje turbulento de nuestra sociedad, mediante una desordenada y acaso antojadiza serie de notas, poemas, imágenes, textos y reflexiones, propios y de terceros, sin periodicidad regular, a veces inspirados por las efemérides. Todos nuestros envíos están encabezados por la consigna “no para dar por pensado, sino para dar en qué pensar”: hoy tan olvidado entre nosotros, el primer deber del hombre de pie es saber pensar por sí mismo.

La Agenda de Reflexión es una iniciativa de Alejandro Pandra pandra@ciudad.com.ar que es el único responsable de sus desaciertos y atrevimientos, y único habilitado a remitir envíos a la lista de distribución.

¡Bendita seas, patria de valientes, y que el porvenir te reserve horas más felices que las que forman tu presente! [...] me has brindado hospitalario asilo en los días de la proscripción y del infortunio. Cumple a la gratitud del peregrino no olvidar nunca la fuente que apagó su sed, la palmera que le brindó frescor y sombra, y el dulce oasis donde vio abrirse un horizonte a su esperanza


Ricardo Palma [Perú, 1833-1919]
El Cristo de la agonía