lunes, 15 de diciembre de 2008

Juan José Millas.

Hay que hacerse monje

El buen humor debería ser declarado Patrimonio de la Humanidad. Hay antropólogos que buscan lugares donde se vive cien años o más para estudiar las claves de la longevidad. ¿Por qué no se buscan comunidades donde el buen humor (no me refi ero a la felicidad idiota, claro) prevalezca sobre la mala leche? Quizá se han buscado ya y no existen. Pienso esto mientras observo discutir a un matrimonio en la mesa de al lado a aquella en la que me tomo el gin-tonic de media tarde. ¿Por qué están cabreados? Pongo el oído y advierto que ésa es su condición. Quizá tengan alergia a la felicidad. Discuten por algo de la cocina. Ella quiere poner los azulejos verdes y él azules. No es una diferencia como para llegar a las manos, incluso se podría alcanzar un acuerdo (¿por qué no azuleados o verdosos?), pero si alcanzaran un acuerdo, a lo mejor no tendrían de qué hablar.

La propensión al mal humor está en el ambiente. Yo he dejado de conducir porque me molesta ver las caras de mala leche del resto de los conductores. He dejado de fumar para no ofender a los pasivos. He dejado de ir al fútbol (es un decir) porque me duele la agresividad que se respira en las gradas. He dejado de ir a las discotecas (otro decir) porque me da miedo la violencia de los porteros. Me he despedido del trabajo porque la atmósfera (con las últimas medidas del director de personal) se había vuelto irrespirable. He dejado de ir a casa de mis padres porque se pasan la vida tirándose los trastos a la cabeza. He dejado de ver documentales porque siempre hay un animal comiéndose a otro. He dejado la carne porque me ponía agresivo. Y el café porque me atacaba los nervios. He dejado de leer las entrevistas con Aznar porque suelta en ellas más bilis que palabras.

Y no digo que el mal humor no esté justificado. Lo está, y de sobra. Pero me pregunto por qué las dificultades, en lugar de provocarnos cólera, no nos provocan risa. De qué maldito mecanismo estamos hechos para que hallemos más placer en la furia que en la tranquilidad de espíritu. Una amiga mía está pasando la menopausia. Como se trata de una mujer observadora, se pregunta todo el rato por qué los cambios hormonales propios de su edad le provocan ese estado permanente de irritación. ¿Por qué la naturaleza no ha hecho las cosas de manera que la menopausia produjera carcajadas (o bostezos, en el peor de los casos) en vez de esas ganas de discutir o de llevarte al mundo por delante?

—No lo puedo entender –dice la pobre–, yo intento ser agradable, tener sentido del humor, reírme de las cosas, pero cualquier contrariedad, por pequeña que sea, me pone en el disparadero. Estoy dándole la adolescencia a mi hija.

Quiere decirse que venimos de fábrica con el cabreo puesto. El buen humor es cultural. O sea, una conquista de la mente. Por eso admiramos cada día más a los humoristas (a los buenos, claro). Ahora bien, vengo observando que los grandes humoristas son personas en el fondo muy desdichadas, con una capacidad increíble para la autodestrucción. Sus vidas íntimas son con frecuencia desastrosas. Da la impresión de que provocan grandes catástrofes personales para reírse luego de ellas. Y eso tampoco es, aunque lo cierto es que el humor que más nos gusta es aquel que tiene un punto de desgarro, un punto de desesperación, de desventura. Los grandes humoristas han sido grandes trágicos. Al final, siempre gana la tragedia sobre la comedia, del mismo modo que siempre gana el arte figurativo sobre el abstracto. Y eso que la abstracción no tiene nada que ver con la risa.

Hay gente en paz consigo misma y con el mundo, no digo que no, pero por lo general están fuera de la circulación: en los monasterios budistas, por ejemplo. Quizá tenga idealizados los monasterios budistas, pero todo lo que he leído acerca de ellos habla de una paz que para mí la quisiera. Ahora creo que estoy confundiendo paz de espíritu con buen humor y quizá sean cosas distintas. No sé de ningún budista que cuente buenos chistes. En todo caso, manda huevos (con perdón) que para hallar un poco de tranquilidad (no digo ya para echar unas risas) tenga uno que hacerse monje.

Empecé escribiendo este artículo con buen rollo, pero me han interrumpido dos veces, una para hacerme una oferta de ADSL y línea telefónica, y otra para que firmara un certificado que me envía Hacienda, vaya por Dios. Todavía no lo he abierto, para no cabrearme. ¿Que por qué tendría que cabrearme en vez de echar unas risas? Porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios. Y porque seguro que es una multa. Felices Pascuas.

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