miércoles, 10 de diciembre de 2008

J. G. BALLARD.

Acróbatas y mendigos

Pierrot y pirata, los padres de Jim estaban en silencio mientras partían hacia Hungjao, un distrito rural a ocho kilómetros al oeste de Shanghai. Habitualmente la madre advertía a Yang que evitara al viejo mendigo en el final del camino de acceso. Pero mientras Yang hacía girar el pesado coche al pasar el portal, deteniéndose apenas antes de acelerar por la Avenida Amherst, Jim vio que la rueda delantera aplastaba el pie del anciano. Ese viejo mendigo había llegado dos meses antes, un lío de harapos vivientes cuyas únicas posesiones eran una deshilachada estera de papel y una lata vacía de Craven A que sacudía ante la gente que pasaba. Jamás se movía de la estera; defendía ferozmente su territorio fuera de las puertas del tai-pan. Ni siquiera Boy y Coolie Número Uno, el sirviente y el pinche de cocina principal, habían logrado desalojarlo.
Sin embargo, el puesto no había rendido gran beneficio al anciano. Ese invierno era duro en Shanghai, y después de una semana de frío el viejo estaba demasiado fatigado para alzar la cajita. Jim estaba preocupado por él, y la madre le dijo que Coolie le había llevado un bol de arroz. Después de una fuerte nevada, una noche a principios de diciembre, la nieve se acumuló en un grueso cobertor del que emergía el rostro del anciano, como un niño dormido bajo un edredón. Jim se dijo que no se movía porque estaba caliente debajo de la nieve.
Había muchos mendigos en Shanghai. Estaban junto a las puertas de las casas de la Avenida Amherst, sacudiendo las latitas de Craven A como fumadores arrepentidos. Muchos mostraban horribles heridas y deformidades, pero esa tarde nadie reparaba en ellos. Refugiados de los pueblos y ciudades alrededor de Shanghai afluían a la ciudad. Carros de madera y rickshaws se amontonaba en la Avenida Amherst, cada uno cargado con las posesiones completas de una familia campesina. Niños y adultos se encorvaban debajo de los fardos atados a las espaldas, empujando las ruedas con las manos. Los coolies de los rickshaws tiraban de las varas, cantando y escupiendo, las venas gruesas como dedos apretadas sobre los hinchados tobillos. Empleados subalternos empujaban bicicletas cargadas de colchones, cocinas de carbón y sacos de arroz. Un mendigo sin piernas, el tórax metido en un enorme zapato de cuero, se adelantaba por la calle entre la maraña de ruedas con una pesa de gimnasia de madera en cada mano. Escupió y golpeó el Packard cuando Yang intentó apartarlo del rumbo del coche, y luego se desvaneció entre las ruedas de los taxis triciclos y los rickshaws, confiado en su retiro de polvo y saliva.
Cuando llegaron al comienzo del Gran Camino del Oeste, hacia la Zona Internacional, una cola de coches esperaba a ambos lados del puesto de control. La policía de Shanghai había abandonado todo intento de controlar la muchedumbre. El oficial británico fumaba un cigarrillo en la torreta de su tanque, mientras contemplaba a los miles de chinos que pasaban deprisa. De vez en cuando, como para mantener las apariencias, el suboficial sij de turbante caqui se inclinaba hacia abajo y azotaba la espalda de algún chino con su vara de bambú. Jim miró a los policías. Le fascinaban los brillantes correajes Sam Browne de esos hombres sudorosos y demasiado gruesos, los alarmantes genitales que exhibían libremente cuando orinaban, las pulidas pistoleras que contenían toda su virilidad. Jim quería usar algún día una pistolera, sentir un enorme revólver Webley apretado contra el muslo. En el guardarropa de su padre, entre las camisas, Jim había encontrado una pistola automática Browning, una obra de joyería que se parecía al interior de la cámara filmadora de sus padres que una vez había abierto accidentalmente, exponiendo metros y metros de película. Era difícil imaginar que esas balas en miniatura pudieran matar a nadie, y menos a los duros líderes obreros comunistas.

En cambio, las pistolas Máuser que usaban los suboficiales japoneses eran todavía más imponentes que los Webley. Las pistoleras de madera les colgaban hasta las rodillas, casi como fundas de rifle. Jim examinó al sargento japonés del puesto de control, un hombre pequeño pero vigoroso que empleaba los puños para apartar a los chinos. Estaba casi sumergido entre los campesinos que pugnaban empujando carros y rickshaws. Tim, sentado junto a Yang en el Packard, apretaba con fuerza el avión de madera de balsa mientras esperaba a que el sargento sacara el Máuser y disparara un tiro al aire. Pero los japoneses no malgastaban municiones. Dos soldados despejaron el terreno alrededor de una campesina cuyo carro se había volcado. Bayoneta en mano, el sargento dio un tajo a un saco de arroz, y lo desparramó alrededor de los pies de la mujer. Ella temblaba y emitía una llorosa melopea, entre las hileras de lustrosos Packards y Chryslers con pasajeros europeos en traje de disfraz.¿Habría tratado de contrabandear un arma en el puesto de control?

Había multitud de espías comunistas y del Kuomintang entre los chinos. Jim compadecía a la campesina, que probablemente sólo poseía ese saco de arroz, pero al mismo tiempo admiraba a los japoneses. Le gustaban la bravura y el estoicismo de estos hombres y su tristeza, que tocaba una cuerda extraña en Jim, quien nunca estaba triste. Los chinos, él los conocía bien, eran gente fría y con frecuencia cruel, pero a su modo superior se mantenían juntos, en tanto que cada japonés estaba solo. Todos éstos llevaban siempre fotos de familias idénticas, copias pequeñas y formales, como si el ejército japonés íntegro hubiese sido reclutado únicamente entre los clientes de los fotógrafos de plaza.

En sus recorridos en bicicleta por Shanghai —que sus padres ignoraban—Jim pasaba horas en los puestos japoneses de control, y de vez en cuando lograba ganarse la simpatía de algún soldado aburrido. Ninguno de ellos quería mostrarle nunca sus armas, como hacían los tommies británicos de las casamatas protegidas por bolsas de arena del Bund. Los tommies que descansaban en las hamacas, despreocupados de la vida portuaria de alrededor, permitían a Jim manipular el cerrojo de los rifles Lee-Enfield y limpiar los cañones con la baqueta. A Jim le gustaban los tommies y aquellas voces extrañas que hablaban una y otra vez de una misteriosa, inconcebible Inglaterra.

Pero si había guerra, ¿podrían derrotar a los japoneses? Jim lo dudaba, y sabía que también su padre lo dudaba. En 1937, al comienzo de la guerra con China, doscientos infantes de marina japoneses habían remontado el río y se habían hundido en las playas de fango negro debajo de la hilandería de su padre en Pootung. Claramente visibles desde la suite de sus padres en el Palace Hotel, los japoneses habían sido atacados por una división de tropas chinas mandadas por un sobrino de Madame Chiang. Durante cinco días combatieron desde unas trincheras que se llenaban de agua durante la marea alta; luego avanzaron con las bayonetas caladas y derrotaron a los chinos.
La cola de coches avanzaba a través del puesto de control, llevando grupos de europeos y americanos que llegarían tarde a sus fiestas de Navidad. Yang arrimó el Packard a la barrera, silbando de miedo. Ante ellos había un gran Mercedes luciendo gallardetes con la esvástica, repleto de jóvenes alemanes impacientes. Pero los japoneses registraron el coche con el mismo celo.

La madre le puso la mano en el hombro.
—Ahora no, querido. Podría asustar a los japoneses.
—Eso no los asustaría.
—Jamie, ahora no —repitió el padre, y agregó con inusitado humor—: Podrías incluso iniciar la guerra.
—¿De veras? —La idea intrigó a Jim.

Bajó su avión. Un soldado japonés pasaba la bayoneta del rifle por encima del parabrisas, como si cortara una red invisible. Jim sabía que luego se asomaría por la ventanilla, exhalando un aliento fatigado en el interior del Packard, y ese olor amenazante de los soldados japoneses. Cuando eso ocurría, todo el mundo se quedaba quieto, como si a cualquier movimiento pudiera seguir una breve pausa y luego una violenta respuesta. El año anterior, cuando él tenía diez años, casi le había provocado un ataque cardíaco a Yang poniendo el Spitfire metálico en la cara de un cabo japonés mientras canturreaba «Ra-ta-ta-ta-ta...». Durante casi un minuto el cabo había mirado al padre de Jim inexpresivamente, asintiendo con lentitud. El padre tenía aspecto de hombre fuerte, pero Jim sabía que era sólo esa especie de fuerza que venía de jugar al tenis.

En esa ocasión, Jim sólo quería que el japonés viera su avión de madera de balsa; no que lo admirara sino que reconociera su existencia. Ahora era mayor, y le gustaba pensar en sí mismo como el copiloto del Packard. Siempre le habían interesado los aviones, y en especial los bombarderos japoneses que habían devastado los distritos de Nantao y Hongkew en 1937. Calles y calles de casas chinas habían sido reducidas a polvo, y en la Avenida Eduardo VII una sola bomba había matado a mil personas, más que ninguna otra bomba en la historia de las guerras.
En realidad, la principal atracción de las fiestas del doctor Lockwood era el campo de aterrizaje en desuso de Hungjao, a ocho millas al oeste de Shanghai. Aunque los japoneses controlaban el campo abierto alrededor de la ciudad, no dejaban de patrullar el perímetro de la Zona Internacional. Toleraban a los escasos americanos y europeos que residían en los distritos rurales y en la práctica sólo raramente se veía un soldado japonés.

Cuando llegaron a la aislada casa del doctor Lockwood, Jim sintió alivio al descubrir que la fiesta no sería un éxito. Sólo había una docena de coches en el camino de acceso, y los chóferes limpiaban afanosamente el polvo de los parabrisas, deseando regresar cuanto antes. La piscina estaba seca, y el jardinero chino sacaba tranquilamente una oropéndola muerta del extremo más profundo. Los niños más pequeños y sus amas miraban desde la terraza una troupe de acróbatas cantoneses que subían por unas cómicas escaleras y simulaban desaparecer en el cielo. Se convertían en pájaros, desplegaban alas de papel y bailaban entre los niños que chillaban; luego saltaban unos a los hombros de otros y se transformaban en un gran gallo rojo.
Jim lanzó el avión a través de las puertas de la galería. Mientras el mundo de los adultos giraba encima de él, se paseó un rato por la fiesta. Muchos invitados habían decidido vestir ropas corrientes, como si estuvieran demasiado preocupados por verdaderos papeles para disfrazarse. La reunión recordó a Jim las fiestas nocturnas de la Avenida Amherst, que duraban hasta la tarde siguiente, cuando las madres, intranquilas, con los vestidos de noche arrugados, vagaban junto a la piscina pretendiendo buscar a sus maridos.

La conversación decayó cuando el doctor Lockwood encendió la radio de onda corta. Feliz de ver a todos ocupados, Jim salió por una puerta lateral al jardín trasero de la casa. Vio una hilera de mujeres que se movían en el césped arrancando las malas hierbas. Eran veinte mujeres chinas, vestidas con túnicas y pantalones negros, sentadas en bancos de miniatura, hombro contra hombro; emitían un parloteo incontenible mientras sus cuchillos centelleaban sobre la hierba. Detrás de ellas el césped del doctor Lockwood parecía un shantung verde.—Hola, Jamie. ¿Reflexionando otra vez? —El señor Maxted, el padre del mejor amigo de Jim, apareció en la galería. Una figura solitaria aunque amistosa, con un traje de piel de tiburón, que enfrentaba la realidad detrás del parachoques de un gran whisky con soda y miraba a lo largo de su cigarro hacia las escardadoras—. Si todos los chinos se pusieran en fila llegarían del polo Norte al polo Sur. ¿Lo has pensado, Jamie?—¿Podrían escardar el mundo entero?

—Si quieres plantearlo así... He oído decir que te has retirado de los Cachorros Exploradores.

—Bueno... —Jim dudaba que tuviera sentido explicar al señor Maxted por qué había dejado los Exploradores, un acto de rebeldía que había llevado a cabo sólo como experimento. La sorprendente indiferencia de sus padres lo había decepcionado. Pensó decirle al señor Maxted que no sólo había dejado los Exploradores y se había hecho ateo, sino que también podía hacerse comunista. Los comunistas parecían tener una intrigante habilidad para inquietar a todo el mundo, talento que Jim respetaba sobremanera.

Sin embargo, sabía que el señor Maxted no se escandalizaría. Jim admiraba al señor Maxted, arquitecto convertido en empresario, que había diseñado el cine Metropole y numerosos clubes nocturnos de Shanghai. Jim intentaba frecuentemente imitar sus maneras desenfadadas, pero había descubierto que parecer tan relajado era una tarea agotadora.

Jim apenas tenía idea de su propio futuro —la vida en Shanghai transcurría íntegramente en un intenso presente—, pero imaginaba que crecería y sería como el señor Maxted. Eternamente acompañado por el mismo vaso de whisky con soda, o eso creía Jim, el señor Maxted era exactamente el inglés adaptado a Shanghai, algo que el padre de Jim, más serio, jamás había logrado. Jim siempre había disfrutado de los paseos con el señor Maxted; él y Patrick se instalaban en el asiento delantero del Studebaker y partían a viajes impredecibles a través de un mundo vespertino de clubes y casinos desiertos. El señor Maxted conducía personalmente el Studebaker, singular comportamiento que parecía excitante y aun de cierto mal tono. Patrick y él jugaban en las ruletas vacías con el dinero del señor Maxted, bajo la sonrisa tolerante de las chicas rusas blancas de los bares que remendaban sus medias de seda mientras el señor Maxted, en el despacho del propietario, cambiaba de lugar otras pilas de billetes de banco.
¿No tendría que retribuir al señor Maxted, llevándolo en la proyectada expedición secreta al campo de aterrizaje de Hungjao?

—No te pierdas la película, Jamie. Confío en que me mantengas al día con las últimas noticias sobre la aviación militar...
Jim vio vacilar al señor Maxted sobre las baldosas que bordeaban la piscina vacía, y aguardó con curiosidad a que se cayera. El señor Maxted siempre se caía accidentalmente en las piscinas, como sabían todos, pero ¿por qué sólo cuando estaban llenas de agua?

J

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