lunes, 15 de diciembre de 2008

blog Joaquín LEGUINA.

EN BUSCA DE VERLAINE
15/6/2007









“Era un aire suave, de pausados giros;
el hada Harmonía ritmaba sus vuelos;
e iban frases vagas y tenues suspiros
entre los sollozos de los violonchelos”


Manuel García, el padre de Félix, se había casado con Rosa Sarmiento a instancias de Rita García, hermana del novio, que deseaba ver cómo su hermano abandonaba la vida perdularia de “contumaz violador del sexto mandamiento”. Años más tarde y roto el matrimonio paterno, Rosa, la madre de Félix, conoció en casa de su tía Bernarda a Juan Soriano y, sin pensárselo dos veces, se fue a vivir con él y juntos se trasladaron a Honduras. Hasta allí, hasta San Marcos de Colón, viajó el coronel Ramírez, esposo de la tía Bernarda, para “rescatar”, según él mismo dijo, al niño Félix para llevarlo de vuelta a León, en Nicaragua. El coronel Ramírez y la tía Bernarda se convirtieron así en los auténticos padres del muchacho, quien no se reencontraría con su madre hasta veinte años más tarde.
Cuando tenía tan solo once de edad, Félix comenzó a publicar versos en los periódicos locales. Más tarde, siendo ya un joven con cierta tendencia al sobrepeso, se casó con Rafaela Contreras.
La muerte de la joven Rafaela sumió en la desesperación y en el alcohol a Félix García Sarmiento. También en el remordimiento, pues era consciente de que el papel de marido no cuadraba con sus aficiones, hasta tal punto que, poco después de casarse con Rafaela, había viajado en solitario a España para celebrar el centenario del Descubrimiento (1892). Los burdeles, los amoríos fugaces y la bohemia poblaron sus noches y sus días en Madrid.
En Guatemala, El Salvador, Costa Rica, Chile o España, Félix García Sarmiento había dejado una constante estela de vinos y de rosas. No era la familia una institución dentro de la cual Félix se encontrara a gusto, él lo sabía, y buenas razones tenía para sentir como sentía.
Ocho días de borrachera, ahogando la pena por la muerte de Rafaela, pasó Félix en Managua y, al cabo, desaparecidas una y otra, se encontró con Rosario Murillo, la primera y no olvidada novia, con quien volvió a enlazarse apasionadamente. Mas una tarde, estando juntos y revueltos en la cama de aquella mujer, apareció un hermano de ella que, armado de un revólver, conminó al hombre para que escogiera entre el matrimonio y el plomo. Dos días después tuvo lugar la boda.
Los desposados viajaron de inmediato a Panamá, donde Rosario, repentinamente enferma, fue remitida por su esposo de vuelta a Nicaragua. Tardaron catorce años en volver a encontrarse.
Empero, aquel año de gracia de 1893, Félix García Sarmiento recibió una buena y muy esperada noticia, la de su nombramiento como Cónsul de Colombia (sí, de Colombia) en Buenos Aires. El entonces Presidente colombiano, Miguel Antonio Caro, había atendido sus ruegos y los de un amigo de ambos, el ex-Presidente, también colombiano, Rafael Núñez. Con el nombramiento en una mano y el dinero en la otra, García Sarmiento se dispuso a cumplir su función diplomática, para lo cual decidió viajar hasta Buenos Aires dando un “pequeño” rodeo por Nueva York y por París.

“Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria, y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del ensueño. E iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida”.

Esto escribió Félix García Sarmiento cuando ya era un anciano. Pero en aquella hora, cuando tomó el barco en Nueva York para dirigirse hasta El Havre, Félix había cumplido tan sólo 26 años.
Ya está en la ciudad deseada y Félix busca allí a un hombre, a quien otro hombre, hace ya algún tiempo, hirió casi de muerte en la casa londinense que ambos compartían con apasionada fiereza. Félix García Sarmiento, antes que Nôtre Dame, que el Louvre o que las Tullerías, quería conocerlo, hablar con Paul Verlaine.
De la mano de un español llamado Alejandro Sawa, a quien no se le conocía aún por el mal nombre de Max Estrella con el que le motejó más tarde Valle Inclán, Félix acude, entre temblores de impaciencia, a un bistrot donde suele recalar el gran poeta. Al fin, tambaleándose bajo los efectos de la absenta, se vio a Verlaine traspasar la puerta del garito. Alejandro, bohemio de todas las ciudades, consigue que los tres compartan el mismo velador. Félix, de natural medroso pero no tímido, comienza a perorar acerca de su admiración por el poeta francés y señala la gloria como el gran objetivo de cualquier escritor. Al oír esa palabra, la gloire, Verlaine despierta de su ensueño etílico y grita: “La gloire!… Merde encore!”.
Deshecho el encanto, roto el monólogo, corrido, confuso y burlado, Félix se disculpa y desaparece. Algún tiempo después, con ocasión de la muerte de Verlaine, Félix García Sarmiento, a quien todos conocían como Rubén Darío, su nombre literario, habría de escribir un “responso”, así lo tituló, que comenzaba calificando al viejo Paul de “Padre y maestro mágico, liróforo celeste”. De haberse visto retratado así, el amante de Rimbaud hubiera soltado alguna fresca, pero lo que en verdad removió sus huesos en la tumba fueron estos versos del “responso”:

Que púberes canéforas te ofrendan el acanto,
que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto,
sino rocío, vino, miel;
que el pámpano allí brote, las flores de Citeres,
¡y que se escuchen vagos suspiros de mujeres
bajo un simbólico laurel!


“Femmes!”, pensó para sus adentros la calavera de Verlaine, “Femmes! Merde encore!”.






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BECQUERIANAS
14/12/2007







Cuando, después de la muerte de mi padre, hube de hurgar en sus papeles me encontré con estos versos, escritos, sin duda, en los primeros años de la post-guerra y que muestran, a mi juicio, la frustración de las capas medias (mi padre era bancario) en un tiempo más negro que la boca del lobo.







BECQUERIANAS


Volverá ¡Dios lo quiera! el panadero
libre de tasa a despacharnos pan
y carne habrá, sin duda en abundancia,
más barata que ahora nos la dan.

Pero aquellos bistec de cinco reales
de rico solomillo y además
con su buena montaña de patatas,
¡esos no volverán!

Volverán ¡así sea! aquellos tiempos
en que no sea preciso dedicar
la paga de dos meses para hacerse
un traje de tejido catalán.

Pero aquellos zapatos de tres duros
y medio que vendía “La Imperial”
y que no daban malos resultados.
¡esos no volverán!

Volverán algún día nuestros ojos
satisfechos de volver a contemplar
numerosos balcones con papeles
de pisos que podamos alquilar.

Pero aquellos con ocho habitaciones,
amplias, ventiladas, que a lo más
costaban veinte o veinticinco duros,
¡esos no volverán!
* * *


En los funestos tiempos liberales
doce huevos costaban doce reales.
tuvo que venir este orden nuevo
para que doce reales cueste un huevo.

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