jueves, 20 de noviembre de 2008

DE ÁNGELES MASTRETTA.

18 Nov 2008

Grítenme piedras del campo
Escrito por: Ángeles Mastretta el 18 Nov 2008 - URL Permanente



Mi vida es un lío tras otro. No tienen idea. Y si la tienen, cuenten con mi solidaridad. Sé lo difícil que es vivir escapando del último minuto de cada hora.

Eduardo Mata, un hombre del que estuve bárbaramente enamorada hace ya tanto tiempo que lo puedo decir sin culpa, declaró en una entrevista que él vivía con la angustia de estar perdiendo el tiempo. ¡Como era guapo Eduardo! Quien quiera constatarlo debe ir a ver a su hija Pilar en alguna de las dos obras de teatro en las que ando estos días. "La hija de Rapaccini" teatro Julio Castillo, "Verónica en portada" teatro Helénico.

Yo no padezco la angustia de estar perdiendo el tiempo, pero tampoco puedo decir que no me importe perderlo.
Es, -dice mi amiga Conchita Ortega-, el más caro de los recursos no renovables. Sobre todo cuando uno tiene que usarlo en cosas que lo distraen de lo esencial.

Dirán ustedes que qué tanto será lo esencial. Les digo por ejemplo que recordar me resulta esencial. Y que no darles cuerda a los recuerdos puede ser causa de males intratables. La previsión es nostalgia del futuro, yo preveo poco. Y de momento le tengo pánico al futuro. Esta semana tengo tanto qué hacer que en lugar de ponerme a adelantarlo, estoy aquí, prendiendo los recuerdos sin alfileres.

¿Por qué vine a acordarme de Eduardo? Porque sí. Igual que me lo encontré cuando estaba claro que no venía yo al caso. Y ni para cantar “…al perderte voy ganando, anda vete a ver qué encuentras, y que te bendiga Dios”. Porque hubiera cantado una mentira. Mejor me lo guardé en los recuerdos y luego con aquella ficción hice otra. Inventé a Carlos Vives. Y con ése sí tuve un romance contra viento y marea. Total, era inventado y qué. Bien lo inventé.

El sábado, al volver de Sonora, en donde estuve menos de veinte horas por más que alcancé a hacer más de veinte cosas, corrí a oír a Eugenia León que hizo un concierto inolvidable. ¡Qué barbaridad! Esa mujer es una fuerza de la naturaleza. Y canta como si el mundo le tuviera tomada el alma. Pasé dos horas como dos milagros. Mi amiga Lola Lozano vino conmigo al concierto. Ella tiene muchas cualidades, pero su condición de apasionada es la primera. Así que lloró conmigo y con Eugenia tanto como cantamos. ¿Qué cantamos? Eugenia presentó su nuevo disco, un acertijo irrevocable y bellísimo, una mezcla de emociones drásticas y benditas. Cosas que dicen locuras del tamaño de “háblenme montes y valles/grítenme piedras del campo/ ¿cuándo habían visto en la vida/ llorar como estoy llorando/ sufrir como estoy sufriendo/ morir como estoy muriendo? Tristezas de ese tamaño, sin tregua. Y luego la risa. La risa en serio metida en esta mujer haciéndose niña para cantar “El ratón vaquero” de Cri-cri, en la mejor interpretación que haya soñado adulto o niño alguno. Eugenia es así. Pero para mí y mi avergonzado, pero no por eso menos cierto, narcisismo, lo más emocionante de la noche fue oírla cantar dos tangos: “Amo los pájaros nocturnos/que vuelan libres contra el mar…” Y, metida en un vericueto del escenario, en cuclillas, al lado de un hombre y su bandoneón: “Arráncame la vida”.

Como una diosa echando fuego. Justo, pegadito al final, al “porque al fin tus ojos/ me los llevo yo”, dijo en un murmullo: “para ti, Ángeles”. No tengo cómo agradecérselo. No tengo cómo. Así que aquí le dejo dicho que la quiero tanto.

En nuestra casa están comiendo todos los días mis nietos, los dos primeros hijos de Rosario. Una hija mía que no salió de mi barriga, pero que ocupa ahí en el centro un lugar junto a los dos hijos que sí salieron de mi barriga, cuando era yo casi de la edad que ellos tienen ahora. El caso es que Rosario, hija biológica de Héctor y de la siempre célebre licenciada Tita Ruz, tuvo una bebé hace diez días, ya les conté cómo. La chiquita está en una incubadora. Su mamá está viviendo aquí en mi casa, junto con su marido el maestro flautista Miguel Ángel Villanueva. Desde aquí está más cerca el hospital. Por eso comen aquí los cuates, Eugenia y José María, de dos años y dispuestos a cien desbarajustes.

A propósito del tiempo esencial, hoy jugué con ellos en el jardín a escondernos tras los helechos. Los llamamos la selva. Y fingimos no vernos, metidos entre sus hojas. “¿Dónde estoy?”, les pregunto. “¿Dónde estoy” me contestan. Supongo que en el cielo. Un ratito, en el cielo.

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