viernes, 22 de agosto de 2008

LA RAYUELA EN LA CALLE DE LA GOLONDRINA
Por Ricardo Bada




Fotomontaje de Laura García


Julio Cortázar murió en París un mediodía de un día gélido, el 12 de febrero de 1984, pocos meses antes de cumplir los setenta años de su edad. Su tercera mujer, Carol Dunlop, lo había precedido dos años antes, sin haber llegado a cumplir los treinta y siete de la suya. Julio Cortázar murió hace veinte años, pero quien escribe estas líneas, que siempre que va a París acude al cementerio de Montparnasse para fumarse un faso sentado a su vera, les puede asegurar con toda certeza que Julio está muy vivo. No hay una sola vez que haya llegado ante su tumba sin encontrarme con una carta, un mensaje, unas piedritas dispuestas de acuerdo con algún sistema cronopial, un barquito de papel, unas flores, algo: nunca falta un recuerdo de quienes vienen en pos de La Maga y también van a visitar al conjurador de La Maga.


Ahí, delante de su tumba, cobran sentido las palabras de Fabio Martínez, el novelista caleño que fue una de las nada más que cuatro personas (quien escribe estas líneas entre ellas) que acompañaron la primera hora de soledad en este paraje: “Una mañana de febrero llegó la noticia. Julio Cortázar había muerto. Fuimos al cementerio (Jack Lang, Ricardo Bada y el punkie de Malasaña conocen la historia).

Entonces, mientras corríamos un trago de güisqui frente a su tumba, nos dimos cuenta de que todo había terminado.
Al día siguiente, sin esperar a que terminara el invierno y nos atrapara una nueva primavera, cogimos el tren que nos condujo a Barcelona. Empezaba una nueva época. Nunca, como dijo Julio Cortázar en Las babas del diablo, se sabrá cómo hay que contar esto”.


Diez años después, el 12 de febrero de 1994, desde diez lugares distintos, uno por cada año de ausencia del Gran Cronopio, quince personas se pusieron en camino para encontrarse en los soportales –o mejor dicho: bajo el tramo techado– de la Rue de l’Hirondelle. En ese tramo techado fue donde tuvo lugar la escena inenarrable, y sin embargo tan bien narrada, del encuentro de Oliveira con la clocharde en el capítulo 36 de Rayuela. A esos quince cronopios los había convocado el autor de estas líneas, para rendirle a Cortázar un homenaje inusual y nada académico.


La estrella del grupo era la pintora mexicana Lirio Garduño. Sí, no hizo más que llegar y ya se posesionó física y visualmente del ancho de la Rue de l’Hirondelle, felizmente sin tránsito automotor, y pintó sobre su suelo, a todo ese ancho, con tiza de Sevilla, la rayuela más grande que se haya visto nunca en los Parises de la Francia y aún puede que en toda la ecúmene. Y felices como querubines, que así son los cronopios, los quince se pusieron a jugar a la rayuela en ese frío pero soleado sábado. Hasta que decidimos poner proa de Metro al cementerio de Montparnasse, entre otras razones porque se había acabado el rioja aportado por el cronista, para mayor ambiente y contra el cierzo.


Ya en el cementerio, el niño François Constantine Carvallo Baró, con una navaja multiuso suiza, se entretuvo en arrancar el musgo de una lápida, intentando leer el nombre del difunto.


El escritor chileno Lucho Sepúlveda
se lo reprochó como atentado ecológico.
Ante la tumba de Cortázar, minutos después, Lucho prendió dos fasos y embutió uno de ellos, vertical, en la juntura de las dos lápidas, la de Carol y la de Julio: quería que fumasen con nosotros. Y ahí se produjo la venganza de François Constantine: “No metas un cigarrillo ahí”, le gritó a Lucho. “Julio también fumaba”, le replicó el chileno. “Pues a lo mejor se murió de eso, de fumar”, le fulminó François Constantine. Pero no es verdad, François Constantine, no es verdad: Julio es una de las pocas personas que se han muerto de amor y de tristeza y de soledad, un cóctel mortal de necesidad. De a deveras. Aunque creo que aquél día, desde el cielo de la rayuela donde está, debió de sonreirnos y saludarnos con la mano para señalar que ya no está solo, que está con Carol, quien también nos miraría sonriendo.


Ese 12 de febrero de 1994, sábado, la efeméride dio lugar a los más diversos actos, en Madrid, Ciudad de México, Buenos Aires, qué sé yo. Sin embargo, estoy seguro de que la que mayormente estuvo concebida y llevada a cabo en el más puro espíritu cortazariano, fue el encuentro de los quince cronopios y su cronista en la Rue de l’Hirondelle.


El caso es que, como siempre, el síndrome japonés andaba rondando. Quiero decir que varios de los presentes portaban cámaras fotográficas. Y fotografiaron todo el proceso de la pintura de la rayuela y de los saltitos de aquellos querubines y serafines, del grupo cronopial. ¡Qué manera tan ingenua de retar a las potencias oscuras!


Uno de los fotógrafos fue Jean Pierre, el marido de Lirio, la pintora. Tres días después me confesaron anonadados que su cámara, una de esas desechables que se compran con el carrete puesto, no había funcionado para nada, tan sólo registró borrones, manchas, nebulosidades.


Y días más tarde, en Colonia, Bettina, otra de las cronopias que acudieron a la Rue de l’Hirondelle, me confesaba anonadada que su sofisticadísima cámara, de esas que tienen una docena de mecanismos y filtros, sometida a una temperatura como la de aquél día, –5°, había sufrido un proceso de congelación de sus líquidos lubricantes, con la consecuencia de que la pobre se limitó a filmarse a sí misma. En ese momento, un espeluzno me recorrió de la cabeza
a los pies. Mi rollo de película se encontraba en el taller de revelado.


Recordé, ya lo dije, espeluznado, tantas otras ocasiones en que el giro cronopial de la vida ha hecho que sucedieran las cosas más… ¿cómo llamarlas?… peregrinas, para bien o para mal. Recordé aquél cuento del propio Julio, El apocalipsis de Solentiname, en el que Julio llega a París con sus diapositivas hechas en la Nicaragua de Somoza, a la que entrara clandestinamente desde Costa Rica para acercarse a ver a Ernesto Cardenal en su santuario del archipiélago, donde Julio fotografió decenas y decenas de pinturas de las que hicieron célebres a los habitantes de aquellas islas, pero ahora, al recibir las diapositivas reveladas en París… ¿qué había pasado que las imágenes allí plasmadas no eran las de los cuadros de Solentiname sino las de las torturas de los esbirros del innoble Somoza y su Guardia Nacional? ¿qué rebelión había tenido lugar en el seno de las películas para que estas parieran en el laboratorio unos engendros que nunca contemplaron? Espero que comprendan el grado de mi inquietud y de mi intranquilidad al pensar en mi carrete en el taller de revelado y en lo sucedido con los carretes filmados por Jean Pierre y por Bettina.

Al día siguiente, cuando tuve en mis manos la secuencia completa de la pintada de la rayuela, de esa espléndida e irrepetible rayuela, de los saltitos de los cronopios, del grupo con o sin cronista, del rótulo de la Rue de l’Hirondelle reluciendo al sol frío de ese sábado de febrero, pueden creerme si les digo que se me quitó un peso, un insoportable peso, de encima. Respiré hondo, y ahí no más sonó el teléfono: me llamaba Sepúlveda desde París para contarme que volvió a pasar por la Rue de l’Hirondelle y que otras manos que no las nuestras habían vuelto a reproducir, sobre nuestra rayuela, otra nueva rayuela con otra tiza, una tiza de otro color.
Y que gente de paso por la calle se detenía a mirar el suelo, y de repente, y sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo (perdonen la redundancia), se ponían a recorrer a la pata coja desde la casilla TIERRA a la casilla CIELO. Al oírlo, no pude sino pensar que nunca se le ha hecho un homenaje más lindo a Julio Cortázar.


Espero que me disculpen: la modestia nunca fue mi fuerte.

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