viernes, 22 de agosto de 2008

Agosto 21, 2008LITERATURA y MERCADO: CRÓNICAS VARIAS I.






Literatura y mercado son palabras opuestas que se repelen inmediatamente pero que se juntan en la realidad.
Es difícil el camino de la Literatura, dama honorable e impoluta, cuando se tropieza con el mercado, bandolero salvaje que la corrompe y la ultraja. Bah, dejémonos de tonterías. No es así necesariamente, lo que pasa es que todos los días parecemos acostumbrarnos menos al mundo que nos va tocando vivir. Hace 15 años, en 1993, yo tenía ocho y en mi casa estaba terminantemente prohibido leer Cien años de soledad. So pena de castigarme «feo» o, peor aún, de quitarme el resto de los libros de la biblioteca, mi abuelo José Miguel desterró el libro a lo más alto del estante que estaba empotrado en la pared de su oficina, lo que le permitía tenerlo a la vista. No le faltaban ganas de quemarlo o de hacerlo picadillo, pero no podía porque el ejemplar ni siquiera le pertenecía: la que leía a García Márquez en la casa era mi mamá, y a mi abuelo le provocaba tragarse el libro cuando lo veía, porque lo consideraba plata botada a la basura. Para su desgracia, mi mamá no tenía solamente Cien años… sino una biblioteca completa del Nobel, que incluía títulos que yo en ese entonces no entendía del todo muy bien, como De viaje por los países Socialistas…



Bien dicen que lo prohibido es lo atractivo, porque a pesar del profundo respeto que sentía por mi abuelo y de que él hizo las veces de mi padre, yo corría cada que podía a buscar el libro, a fisgonear entre sus líneas la verdadera razón por la cual él me gritaba ofuscado, desde la sala: «¡Que no agarre sumercé eso!¡Que ya le dije que eso no se lee en esta casa!» Y, efectivamente, no lo pude leer durante siete años más. Ese y todos los demás libros del mismo autor permanecieron vedados, porque a mi abuelo era mejor tenerlo feliz: si se enojaba era capaz de acabar hasta con el infierno, y las pocas veces que me sorprendió leyéndolo salía refunfuñando y vociferando por la casa que ¡por qué nadie le obedecía!, que ¡todos se habían empeñado en faltarle al respeto! Mi abuela, para evitar mi curiosidad y la furia de mi abuelo, decidió guardar la biblioteca entera de García Márquez en su armario, bajo llave.


Para mi abuelo, esa literatura era una vergüenza, una literatura muy baja. Las líneas de Cien
años… parecían no haber sido escritas para mis ojos, ni para los suyos, para él la verdadera literatura era un manjar mucho más fino y elegante que eso. Durante años intenté entender su actitud y por qué ese libro no le parecía bueno. Mi abuela me explicaba con mucha paciencia, que la mamá de mi abuelo era una gran lectora, cuya biblioteca era su tesoro más preciado. Mi abuelo creció escuchando, en la voz de su madre, las historias de Edgar Allan Poe, de Balzac y de Dumas. En su casa se conmovían leyendo a Shakespeare, el Quijote o las aventuras de los personajes de Verne, a quien mi abuelo admiraba profundamente. Su mamá fue su mayor guía y quien le proporcionó todos los parámetros culturales, y lo marcó tan profundamente que él no supo o simplemente no pudo recibir con agrado lo que venía después.



Su mamá era un hueso duro de roer y era muy difícil de llegar al corazón de sus gustos literarios
. Además de prosa, también leía muchísima poesía, pero de autores que seleccionaba muy cuidadosamente. Por lo tanto, cuando le regalaban libros que ella no consideraba a la altura de los autores que normalmente se leían, entonces los desechaba como se desecha la basura, o simplemente los guardaba con la indiferencia del que sólo recibió papeles rayados.

Mi abuelo hizo lo mismo toda su vida y por lo tanto, cuando yo empecé a tomar gusto por la lectura, en la casa estaban ampliamente permitidos los Vernes, los Balzacs, los Dumas y los Cervantes. Creo que lo más raro que pude leer fue Las mil y una noches, pero porque el libro era de mi abuela. La debacle cayó sobre mi cabeza cuando en el penúltimo año de bachillerato, y en cumplimiento de una extraña ley o algo así, se nos anunció que todas deberíamos leer obligatoriamente a García Márquez durante ese período. Obviamente, la lista incluía Cien años.

Aún cuando tenía ya el libro en mis manos, mi abuelo se agarraba la cabeza y me decía que eso era literatura basura. Que yo no debía desperdiciar mi tiempo leyendo esas cosas.

Y lo decía así, como si hablara de leer la trivialidad más grande del mundo.



Para compensar la tristeza que le ocasionaba a mi abuelo pasar por mi lado y verme leer esas cosas, me vi obligada a sostener de dientes para afuera, con la mayor frialdad y sin ningún pudor, que el libro era una verdadera bazofia, que nadie podía escribir tantas estupideces juntas y que, claro, que no me había gustado. Así, por lo menos, el abuelo murió creyendo que yo era acérrima enemiga de la obra de García Márquez. Tal vez fanática no soy, y tal vez parezca exagerada la actitud de mi abuelo, pero es muy comprensible. Visto desde la mirada de un hombre que nació en 1914, a quien le dieron a «mamar» solamente de grandes clásicos, García Márquez era el equivalente a lo que hoy muchos no soportamos: literatura basura, escrita para vender como pan caliente. Un buen amigo me ha dicho siempre que lo único importante de un libro es que entretenga. Para mí eso es solo una característica apreciable.



Literatura y mercado han sido groseramente mezclados, es verdad, pero basta pensar que los libros se vuelven un producto más cuando atraviesan la frontera, delgada y frágil, que los separa de su autor y su editorial.

Calificar hoy Cien años como bazofia no solamente es peligroso, sino descabellado.


Puede gustarnos o no, pero es una obra maestra de la literatura, camino de convertirse en un clásico muy a pesar de mi abuelo.
Sin embargo, hace pocos años entendí por qué mi abuelo pensaba como pensaba. Sucedió cuando me pasaron un ejemplar del libro que hacía las delicias de los niños y jóvenes del mundo: Harry Potter. Cuando hablo mal de este libro y digo, ahí sí con plena convicción, que es una gran basura, muchos saltan a defenderlo, y la primer causa que alegan es que muchos niños en el mundo amaron y abrazaron el hábito de la lectura, gracias a que leyeron las aventuras del pequeño mago. Y si amaron leer gracias a ese bodrio – digo yo – imagínense lo que experimenté yo cuando lo primero que cayó en mis manos fueron las aventuras de los personajes de Verne. La relación entre literatura y mercado no siempre es satisfactoria, pero tampoco siempre decepcionante. Grandes obras se venden y reeditan hoy en cifras significativas. Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes, Cortázar, Borges y Carpentier, por decir unos pocos, son, sin duda, autores que venden cantidades importantísimas y son, además, grandes autores. Coelho, J.K. Rowling, Dan Brown e Isabel Allende no lo son, pero también venden cantidades increíbles. En parte es el mercado, en parte quienes lo consumen, sin duda. El punto importante que todos nos deberíamos plantear, frente a los libros que tenemos a la mano, es si no estamos perdiendo el criterio de lo que es una «gran obra» o una «obra maestra». Nadie ha definido los parámetros, es verdad, y cada quien puede decidir buenamente, según los criterios que le parezcan, qué es un clásico, qué es una obra maestra. Sin embargo, es triste y hasta vergonzoso irse acomodando a los tiempos. Ya casi nadie se emociona con Verne, ni quiere explorar las fantasías de sus historias.



Se perdió el gusto por lo bueno, o como diría mi mamá, dejamos de comer carne, para ruñir hueso.



También es verdad que cada quien compra en la librería lo que le da la gana
. Sin embargo, hay ciertos límites que lindan en la desvergüenza. Y ciertos parámetros que realmente nos empobrecen de parámetros. ¿Por qué en el ranking de los más vendidos no están Zweig, Stendhal, Maupassant, Balzac, Flaubert, Tolstoi, Dostoievsky, Faulkner, Homero y Esquilo, el mismo Cervantes? Los conocemos de nombre, pero leerlos se ha vuelto un asunto hasta cómico. Si los lees, terminas convirtiéndote en un pesado trozo de humanidad que lee de eso. Entonces, si esta batalla entre literatura y mercado tiene una razón de ser, los primeros golpes los estamos asestando los lectores.




4 comentarios »
Estimada Laura, vía Bada leo tu blog, y ya que el tema me ocupa, escribo un comentario que espero no baje el nivel de tus reflexiones. Un saludo.

La literatura consiste en que a través de una ficción se cuente una verdad, es decir, que la ficción sólo es el medio, no el fin. Sin embargo, detrás de cierto tipo de libros no hay verdad alguna que se esconda tras la ficción. Uno se come la ficción y al final se queda vacío, detrás del endeble decorado no hay nada. Por eso el lector de este tipo de obras necesita inmediatamente leer otro, y ni siquiera se le pasa por la cabeza leer algo distinto, y al final acaban llegando a la conclusión de que la literatura es algo sin trascendencia ni importancia, algo claramente prescindible y un poco lamentable. Cuando uno trata de contar el argumento de un libro, no suele hacer justicia a lo que hay detrás del argumento, es decir, a la verdad escondida tras la ficción. Y es que si casi todas las historias están contadas, no lo están desde luego de la misma manera ni con la misma profundidad, intensidad, arte, pericia, ganas, tiempo. Baste decir que una misma historia puede ser contada de maneras distintas por un mismo escritor, y no creo que los resultados se pudieran poner bajo el mismo título. De hecho, en mi opinión, las novelas que se pueden reducir a un argumento, no suelen ser las buenas. Creo que las novelas (las buenas) tratan de cosas más abstractas, de algo que no está muy claro y que es precisamente lo que el autor ha tratado de descifrar. Pongamos entonces que las buenas novelas tienen una trama metafísica, más allá del “ella dijo, el respondió”. Dios santo, las novelas tratan de una manera imperfecta de esa cosa imperfecta que somos nosotros. No de la ficción de nuestras vidas, sino de la verdad que sustenta, o no, nuestra ficción
Comentario por Javier Salinas — Agosto 21, 2008 @ 9:41 am

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