jueves, 28 de agosto de 2008

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Dos clases de imbancables casi letales
Ambos pertenecen al dilatado género de los imbancables que, mal o bien, debemos o nos resignamos a aguantar. Ambos resultan insoportables, también, por lo automático, por lo previsible de sus acciones. Ambos nos suelen hundir tanto en la indignación como en el tedio.

Uno es el autorreferencial compulsivo. Es la clase de persona a la que todo lo que le sucede, por más nimio que sea, le parece un acontecimiento del que debe dar noticia a propios y extraños. Y lo lleva a cabo con voluntarioso énfasis y empecinamiento.

Esta clase de imbancable no da lugar al menor bocadillo ajeno. Le resulta tan trascendental todo lo que le ocurre que ni se le pasa por la cabeza percatarse que quizá a sus semejantes les suceda algo. En su estrechísimo universo, el avatar más común -ir al cine, salir de vacaciones, temer por la inseguridad, conversar con un hijo- adquiere rasgos de epopeya que él se cree en la imperiosa necesidad de narrar para dar inmediato paso a la reflexión. Es decir, que al aburrimiento del relato intrascendente, debemos sumarle la monserga de la filosofía de entrecasa.

Y por cierto, nuestro tipo -¿por qué siempre se dará más en los hombres?- considerará sus gustos, costumbres y elecciones como el súmmum de la calidad en todos los planos. Consecuentemente, se podrá como ejemplo. Hace poco un sujeto de esta naturaleza me pontificaba que toda persona debía -como había hecho, claro, él- cambiar al menos tres veces de oficio o profesión en su vida. Casi con vergüenza le confesé que no lo había hecho ni proyectaba hacerlo. Fue igual: de cualquier forma no me prestaba la menor atención.

El otro es el que se podría llamar el psicópata ultrasensible. Es el que -y aquí las mujeres dan la impresión de correr parejas con los señores- hace del maltrato y la desconsideración casi un culto cotidiano y, de golpe y porrazo, ante una acción perfectamente legítima que no lo roza más que oblicuamente se da por ofendido y nos lo reprocha como si le hubiéramos inferido el más bárbaro de los insultos.

Aquel que no pide jamás permiso para nada, no se le cae un por favor de la boca ni por casualidad, que nos somete a urgencias que le son propias pero pagamos otros, de improviso se da por injuriado y exhibe una sensibilidad de doncella trémula cuando ya nos había acostumbrado a sus modos perentorios de barrabrava.

Con los cual, como buen psicopatón, nos descoloca a la vez que nos manipula y casi sin que nos demos cuenta, tan brusco e inexplicable nos resulta la mutación entre aquel que nos atropellaba con éste que se manifiesta profundamente herido por un movimiento nuestro que no quería ni debía afectarlo, ya que ni siquiera le concernía. Pero, bueno, aquí el psicópata ultrasensible usa su mejor arma: la sorpresa. El ataque es tan repentino que nos deja suspendidos en el pasmo.

Que nadie es perfecto lo requetesabemos. Pero hay algunos tan intolerantes como intolerables. ¿Por qué se reproducen aquí con tanta facilidad y nos tocan religiosamente siempre a nosotros?

(Publicado en la columna Disparador de Clarín el miércoles 27 de agosto del 2008)
Marcelo Moreno.

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