domingo, 12 de octubre de 2008

La obtención de la verdad
Blog de Eduardo Arriagada


Los buenazos no sirven (necesariamente) para este oficio

Kapuscinski dice que los cínicos no sirven para este oficio.
Desgraciadamente, la práctica nos enseña que los buenazos tampoco. Al contrario, para ejercer la carrera parece ser más recomendable comportarse como un descreído y un indolente.

(Una colaboración de Ricardo Leiva, periodista que actualmente está realizando los estudios de doctorado en la Universidad de Navarra, España, que fue autor del libro "Reinas Del Desierto La Aterradora Historia De Los Crímenes De Alto Hospicio" editado por Planeta).

"Yo sé hacer dos cosas: hacer el bien o escribir una buena historia. El problema es que no sé hacerlas al mismo tiempo". Me acordé de esta potente cuña después de leer el artículo que publicó Francisca Skoknic ensobre la supuesta bondad o maldad de los profesionales de la prensa. Está sacada de la película "Ausencia de Malicia". Sally Field es la reportera Megan Carter y Paul Newman es Michael Colin Gallagher, el hijo de un conocido mafioso de Detroit. En uno de los momentos más emotivos de la cinta, Megan rompe a llorar porque, después de publicar una información sobre los pecados privados de una inestable mujer, esta se suicida. Entonces su editor le lanza esa frase, al parecer, con el afán de consolarla: no tuviste alternativa, intenta decirle, si quieres ser una gran reportera, debes olvidarte de tus sentimientos e ignorar las consecuencias que tienen tus exclusivas sobre el resto de los seres humanos. Megan aprende la brutal moraleja de golpe: si quiere ser redactora, no puede tener compasión.

No tengo dudas de que si Kapuscinski hubiese hecho una competición de cínicos, el editor de "Ausencia de Malicia" hubiese estado entre los aspirantes al podio. Sin embargo, si revisamos su conducta, debemos hacerle una concesión: su trabajo "parece" impecable, pues sigue todas las reglas de la objetividad y la credibilidad: confirma la veracidad de su información con más de una fuente, cuenta con documentos fiables que demuestran los pecados de la suicida y hasta tiene la cortesía de preguntarle qué descargos hace en su defensa, antes de la publicación de la historia. Desde el punto de vista profesional, se ha cubierto de las eventuales críticas. Hasta la ley lo ampara. Es un periodista con futuro, aunque deja mucho que desear como persona.

Expongo este ejemplo para mostrar hasta qué punto las rutinas y prácticas profesionales se enfrentan a los valores individuales. Claro, porque si un periodista que hace bien su trabajo es aquel que cumple sagradamente los procedimientos que impone la profesión para que su noticia no se "contamine" con puntos de vista y sentimientos personales, encontraremos abundantes casos como el de "Ausencia de Malicia", en los que, al final, hay que escoger entre ser reportero o tener corazón.

La primera pregunta que cabe hacerse entonces es: ¿son adecuadas esas prácticas, rutinas y normas organizacionales que eximen de responsabilidad al reportero pero lo condenan como persona a desinteresarse por la suerte que corren los demás? Si se considera acertado al redactor que cumple los estándares diseñados precisamente para inmunizar su trabajo de todo sesgo personal, ¿cómo puede ser al mismo tiempo un hombre o mujer con ideales, posiciones y aspiraciones individuales? Si se obliga al reportero a ser escéptico y a que asuma que todos los políticos son corruptos, todos los empresarios son sinvergüenzas y todos los luchadores sociales son ingenuos, ¿dónde queda la conciencia social que guía a la mayoría de los jóvenes que quieren estudiar esta carrera?

Kapuscinski dice que los cínicos no sirven para este oficio. Desgraciadamente, la práctica nos enseña que los buenazos tampoco. Al contrario, para ejercer la carrera parece ser más recomendable comportarse como un descreído y un indolente.

La personalidad y los valores de los periodistas son cada vez más irrelevantes, según la mayoría de las investigaciones académicas realizadas empíricamente. Los grandes sociólogos de las redacciones, como Gaye Tuchman, comprobaron hace ya décadas que las creencias y los puntos de vista de los redactores importan bastante poco: si él o ella quiere que su noticia aparezca publicada o salga al aire, debe olvidarse de sí mismo(a) y cumplir los controles que impone el periódico o el canal de televisión para garantizar al público que su trabajo es objetivo y creíble, libre de toda "contaminación" individual. Si el periodista es de izquierda o derecha, hombre o mujer, negro o blanco, no importa en absoluto. Su historia debe cumplir las reglas que el periodismo anglosajón ha impuesto y exportado a todo el mundo durante casi doscientos años y respetar el principio máximo: newsworthyness. "Entre los reporteros, el profesionalismo consiste en saber cómo conseguir una historia que cumpla las necesidades organizacionales y los estándares", escribió Tuchman en su trabajo clásico sobre el funcionamiento cotidiano de las redacciones .
Si alguien tiene dudas sobre lo anterior, no tiene más que preguntarse por quién votan los periodistas y por quién lo hacen los dueños de sus diarios. ¿Alguien apostaría a que hacen la cruz con el lápiz mina en el mismo espacio del voto? Yo, al menos, no lo haría. Eso no impide, sin embargo, que trabajen en el mismo edificio y diseñen el mismo producto.

Si alguien está dispuesto a hacer esa apuesta, podría estudiar el emblemático caso de Kent MacDougall, quien, a pesar de sus ideas socialistas, radicales y subversivas, trabajó tranquilamente durante más de una década en el diario capitalista por antonomasia: The Wall Street Journal. El profesor de la Universidad de Texas Stephen Reese estudió su carrera y concluyó: MacDougall fue primero un periodista y después un radical, es decir, siempre cumplió los estándares de The Wall Street Journal (valor noticioso, precisión y ecuanimidad) y por eso no tuvo inconvenientes en publicar sus reportajes. En ocasiones, eso sí, utilizó las cuñas entrecomilladas de sus fuentes para enviar sus propios mensajes sociales. No las inventó. Sencillamente buscó a otro para que las dijera por él. Así, cumplió formalmente las reglas para violar su espíritu. Algo parecido hizo durante años el mitómano Stephen Glass: llenaba su cuaderno con notas y apuntes apócrifos similares a las mentiras que publicaba y que terminaron hundiendo la reputación de The New Republic.

El peso de las prácticas periodísticas y organizacionales sobre los valores personales de los periodistas es cada vez mayor, como lo demuestra David H. Weaver, quien hace pocos meses publicó la última edición de su famoso estudio longitudinal sobre el perfil de los periodistas norteamericanos, donde concluyó: "Nuestros descubrimientos sugieren que la influencia más grande en la valoración de las noticias fue el adiestramiento en la sala de redacción, y esta influencia parece ser mucho más fuerte ahora que en los estudios previos. Claramente, los contactos más personales de los periodistas continúan influyendo en sus ideas sobre lo que es noticioso" .

¿Qué es noticia entonces? ¿Lo importante e interesante que pasa en el mundo o lo que nuestros compañeros y jefes han identificado y decidido como tal? Los resultados de la encuesta de Weaver parecen categóricos.

Las prácticas y relaciones organizaciones que cada vez inhiben con más fuerza los valores personales de los periodistas son la memoria de la sala de redacción y la cultura institucional que traspasa las generaciones: mirando e imitando a los reporteros con más años en el oficio, los nuevos practicantes aprenden a realizar un buen reportaje, a seguir las instrucciones adecuadas para ganarse el reconocimiento de los jefes y a evitar las conductas que llevan al fracaso y la defenestración. Así, identifican rápidamente a las fuentes más atractivas, los enfoques periodísticos más reconocidos y los atributos noticiosos más cotizados. Son normas consuetudinarias que deben ser obligatoriamente respetadas y que garantizan el cumplimiento de la hora de cierre y acreditan niveles aceptables de ecuanimidad. Son internacionales, pues imperan con poquísimas variaciones en Estados Unidos, España y Chile.

Una de las rutinas periodísticas más frecuentes es el uso de estereotipos o "imágenes mentales", como los definió Walter Lippmann hace más de ochenta años. A juicio de Lippmann, los estereotipos son herramientas cognitivas muy útiles que "nos permiten ahorrar tiempo en nuestras ajetreadas vidas y defender nuestra posición en la sociedad" . Sin embargo, su abuso redunda en la repetición y reproducción interminable de atributos y rasgos manidos, que sirven para categorizar groseramente a las personas: todas las mujeres que aparecen en los diarios populares son sentimentales y sensuales ¡siempre! El estereotipo se convierte así en un instrumento que deforma la realidad y refuerza los prejuicios. Por eso, Lippmann distingue la verdad "real" de la "periodística": "La verdad y las noticias no son la misma cosa y debemos distinguirlas claramente. Las noticias tienen la misión de señalar sucesos, mientras que las verdades tienen la misión de sacar a la luz hechos ocultos, poner de manifiesto las relaciones que los vinculan entre sí y proporcionarnos una imagen de la realidad en base a la cual podamos actuar" .

Cabe entonces preguntarse si esas normas y prácticas tan arraigadas que instan a los periodistas a olvidarse de sus sentimientos e ideas y de los de los demás, son las adecuadas y las deseables. Cabe preguntarse si es pertinente a estas alturas asegurar que los medios son objetivos porque citan entre comillas a un conjunto de fuentes (masculinas y poderosas, casi siempre) seleccionadas de acuerdo con criterios predeterminados para que digan exactamente lo que se espera. Cabe preguntarse si los medios no deberían, en cambio, exponer abierta y claramente sus posiciones editoriales y hacer una declaración de sus intereses para reconocer que ambas condicionan legítimamente su selección de las noticias y sus puntos de vista, y que su exposición de los acontecimientos no es más un enfoque parcial, aunque honesto, de lo que pasa en el resto del mundo. Cabe preguntarse si los periódicos y los noticiarios de televisión no deberían contar con espacios editoriales para compañas y para la promoción de metas y cambios sociales, como la igualdad entre los hombres y las mujeres o el combate del racismo, por ejemplo, permitiendo así a sus propios periodistas y lectores identificarse con esas causas o rechazarlas democráticamente.

¿Suena disparatado? No lo es, por lo menos, para The Economist, un semanario sin firmas, pero con más posiciones claras que muchos de sus competidores sobre asuntos tan controversiales como las cuotas de integración sexual y racial. Ciertamente, muchos lectores, especialmente en Estados Unidos, rechazan los puntos de vista más liberales de The Economist, pero valoran su transparencia y su honestidad intelectual, pues prefieren un medio que dice claramente lo que piensa a otros que no piensan lo que dicen, y que hacen creer que son objetivos y neutros cuando en verdad tienen amplios intereses en juego sobre más asuntos de los que declaran.

1)Tuchman, Gaye: Making News, A Study in the Construction of Reality, The Free Press, Nueva York, 1978, p. 66.
2) Weaver, David H. y otros: The American Journalist in the 21st Century, U.S. News People at the Dawn of a New Millennium, Lawrence Erlbaum Associates, New Jersey, 2007, pp. 244 y 245.
3 y 4) Lippmann, Walter: La opinión pública, Cuadernos de Langre, Madrid, 2003, p. 107 y 289. Primera edición de 1922.


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